Habían transcurrido 5 camiones con concreto, según el tiempo de medir del bodeguero, y hacían falta 20 más, y no sabíamos cuánto más iba a tardar, lo que no deseábamos era que lloviera, por lo menos no ahora, mientras se fundía. El equipo de colocación del concreto empezaba a desesperarse mientras esperaban el otro camión; de parte de nuestro equipo todos parecían espectadores, excepto por el bombero que rociaba un curador para que el concreto fraguara bien, y no solo nuestro equipo sino que la gente del lugar se detenía frente a la obra para observar como los camiones extraían de sus entrañas lo que llegaría a sostener el edificio. Entonces empezaron a llegar nuevamente los camiones llenos de concreto que venían desde Quetzaltenango, y los equipos dejaron de ser espectadores y pasaron a ser protagonistas de esa gran obra.
Los camiones bombeaban el concreto a través de tubos de metal hasta el lugar donde esperaba el esqueleto de hierro a ser tragado por esa cosa gris que es la que sostiene la mayor parte de los cimientos que pisamos. Mientras avanzaba el concreto atragantándose los huesos de la obra, los obreros le ayudaban a su paso para que que cubriera la mayor parte posible y que llenara todos los espacios evitando que quedara aire entre las armaduras de hierro y redujera su resistencia. Otro equipo realizaba pruebas de concreto para confirmar su resistencia y un bombero rociaba un curador para ayudar al fraguado.
Eran las 7.30 p.m. y aún no terminaba el proceso de fundición, un proceso que no se puede dejar a medias, sino la obra queda medio sostenida en sus bases, pero lo que si empezaba era una leve llovizna, de aquellas que los poetas llaman calabobos, solo te hacen pensar que va a llover, pero no es más que una leve llovizna, casi imperceptible. Entonces se hizo el milagro esperado, poco antes de terminar el cielo rocío el concreto con agua para ayudar a los cimientos de la obra, recuerdo a mi padre decir: "Que llueva todo lo que quiera ahora", cuando ya estábamos dispuestos a partir de regreso a la capital.
En la bodega con un limón pelado y unos granos de sal, nos disfrutamos ese fruto ácido que en tantas comidas acompañamos, y bajo la llovizna nos retiramos del lugar.